La restauración del equilibrio roto por la Guerra del Peloponeso se presentaba difícil. Ni Esparta podía ofrecer fórmulas progresistas, ni las ciudades estaban dispuestas a aceptar el régimen impuesto por Esparta. Amplias regiones de Grecia, hasta ahora marginales, habían conseguido durante el s. V superar su tradicional retraso y se presentaban como un nuevo y decisivo factor en la relación de fuerzas políticas griegas. El nuevo equilibrio no podía basarse en la restauración del orden antiguo en el Atenas y Esparta catalizaban las diversas tendencias internas o externas a las ciudades. El equilibrio, en cambio, se buscó en la fórmula de las ciudades hegemónicas, cuyo poder fue siempre disputado incluso en el campo de batalla.

Los Treinta tiranos: Critias

Esparta ejerció entonces la supremacía de Grecia y la mantuvo durante una generación. Este período es llamado el de la hegemonía espartana. Durante un tiempo, Lisandro, a su vez, ejerció la supremacía en Esparta y fue el hombre más poderoso de toda Grecia. Instaló oligarquías en todas partes. La oligarquía más cruel, y al mismo tiempo la más debil, fue la de 1a misma Atenas. Esta fue dominada por treinta hombres (llamados «los Treinta Tiranos»), dirigidos por Critias. Critias era casi como otro Alcibíades talentoso, inteligente y enérgico. Se había visto envuelto, junto con Alcibíades, en la sospecha de haber mutilado las estatuas religiosas, y a causa de ello estuvo en prisión durante un tiempo. Se había esforzado en Samos para que se llamase de vuelta a Alcibíades, pero fue desterrado en 407 a. C. Durante su destierro vivió en Tesalia y trató de establecer democracias allí. Pero cuando volvió a Atenas, después de Egospótamos, había desesperado de la democracia. Habiéndose convertido en un oligarca, pronto se percató de que no podía volver atrás y se vio obligado a llevar a cabo una acción cada vez más violenta. Se adueñó del poder e inició un reinado del terror, expulsando de Atenas a algunos demócratas importantes y haciendo matar a otros. Hizo matar hasta a aquellos de su propio partido, a quienes juzgaba demasiado blandos. En pocos meses demostró a los atenienses lo que significaba realmente la libertad, al despojarlos totalmente de ella.

Sócrates se dispone a beber la cicuta ante sus discípulos
La restauración democrática: Trasíbulo



Entre los que marcharon al exilio se contaba Trasíbulo, el líder de la flota democrática en Samos siete años antes. Ahora prestó un nuevo servicio a la democracia: reunió a algunos exiliados y, en una audaz incursión por el Ática, se apoderó de File, una fortaleza situada a unos 18 kilómetros al norte de Atenas. Dos veces los oligarcas trataron de desalojar de File a los demócratas y, en la segunda batalla, Critias fue muerto. Trasíbulo se apoderó de El Pireo, donde los demócratas siempre fueron más fuertes que en la misma Atenas. Los restantes oligarcas, entonces, apelaron a Esparta, y Lisandro se dispuso a marchar contra Trasíbulo. Lo que salvó a los demócratas fue la política interna espartana. Lisandro no era popular entre los reyes y los éforos espartanos. Había tenido demasiados éxitos y se había vuelto arrogante. El rey espartano Pausanias, con el acuerdo de los éforos, reemplazó a Lisandro y (para injuriar a Lisandro) no salvó a los oligarcas, sino que permitió la restauración de la democracia ateniense, en septiembre de 403 a. C., desempeñando así el mismo papel que Cleómenes I un siglo antes. La oligarquía había sido una experiencia sangrienta y horrorosa; y aunque se declaró una amnistía entre los dos partidos la democracia restaurada sentía encono hacia quienes consideraba antidemócratas. Esto fue lo que incitó a la democracia ateniense a tomar una medida particularmente desdichada: la ejecución de Sócrates.

Ciro y Darío luchan por el imperio persa

El fin de la guerra del Peloponeso llegó oportunamente para el príncipe persa Ciro el Joven. No había ayudado a los espartanos solamente por un desinteresado amor a Lisandro y a Esparta, sino también porque tenía sus planes. Y para ellos iba a necesitar buenos soldados griegos. Su padre, Darío II, murió en 404 a. C., el año de la rendición de Atenas, y el hermano mayor de Ciro le había sucedido con el nombre de Artajerjes II. Pero Ciro no consideraba esta situación como definitiva. Comenzó a reunir soldados para atacar a su hermano y conquistar el trono. Si podía reunir suficientes hoplitas, estaba seguro de poder derrotar a cualquier ejercito de asiáticos que le opusiera su hermano. Ciro no tuvo ninguna dificultad en reclutar su ejército. Esparta había tenido provechosas relaciones con él y pensaba que sería conveniente que hubiese un príncipe proespartano en el trono de Persia. Por ello no hizo nada para impedir que Ciro llevara adelante sus planes.

Batalla de Cunaxa
Los hoplitas se hacen mercenarios: la expedición de los Diez Mil

Además, Grecia había estado llena de soldados durante toda una generación, y ahora, con el advenimiento de la paz, muchos de ellos no deseaban volver a la vida civil, a la que no estaban acostumbrados, o a una ciudad arruinada. Estaban deseosos de servir como soldados a quienquiera que les pagase. Ciro reunió más de diez mil soldados griegos (popularmente llamados luego «Los Diez Mil») bajo el mando de un general espartano, Clearco. Uno de los soldados de fila era un ateniense llamado Jenofonte, que había sido un devoto discípulo de Sócrates. En la primavera de 401 a. C. los Diez Mil se pusieron en marcha, abriéndose camino a través de Asia Menor hasta el golfo de Isos, que es el extremo noreste del mar Mediterráneo. Ciro no había hablado a ninguno de sus griegos (excepto a Clearco) de sus intenciones, por temor de que no quisieran seguirlo. Pero en Isos hasta el más tonto de los soldados griegos se dio cuenta de que dejaban atrás el mundo griego y se internaban en las profundidades de Persia. Sólo mediante amenazas, halagos y la promesa de una paga mayor se les podía persuadir a que siguieran avanzando. Finalmente se lo logró. Llegaron al Eufrates y marcharon hacia el Sudeste a lo largo de más de 800 kilómetros de sus orillas, hasta llegar a la ciudad de Cunaxa, a unos 140 kilómetros al noroeste de Babilonia, en el verano de 401 a.C. Allí estaban apostadas las fuerzas persas leales, bajo el mando de Artajerjes II.

Muerte de Ciro

Ciro tenía un objetivo: matar a su hermano. Sabía que si éste moría, las tropas reales huirían o lo aceptarían como rey. Trató de convencer a Clearco de que dispusiese las tropas de tal modo que los soldados griegos avanzasen directamente sobre Artajerjes por el medio de la formación persa. Clearco se negó. Era el típico espartano, valiente pero estúpido, e insistió en librar la batalla de acuerdo con el método ortodoxo, con las fuerzas más potentes en el extremo derecho. Los ejercitos entraron en combate y los griegos se abrieron paso a través de sus adversarios. Ciro vio la batalla prácticamente ganada, pero allí estaba su hermano, aún vivo y bien protegido por una guardia de corps. Al verlo, se enloqueció, pues la victoria no le servía de nada si su hermano vivía para reunir otro ejército. Sin reflexionar, cargó directamente contra su hermano, pero fue frenado y muerto por la guardia de corps.

Ciro el Joven
Muerte de los generales espartanos

Los griegos habían vencido, pero no había nadie que les pagara ni por quien luchar. Tanto ellos como los persas estaban en una situación peculiar. Los griegos estaban a 1.700 kilómetros de su patria y rodeados por un ejército persa hostil. Los persas, por su parte, contemplaban inquietos un contingente de más de 10.000 griegos a quienes no osaban atacar, pero tampoco podían permitir que quedasen en total libertad. El sátrapa Tisafernes había tomado partido por Artajerjes contra Ciro el Joven, pero ahora se acercó a Clearco, alegando ser el mismo amigo de Esparta que había sido en los últimos años de la guerra del Peloponeso. Persuadió al general espartano a que fuera a su tienda de campaña junto con otros cuatro generales griegos, para discutir (decía Tisafernes) los términos de un armisticio. El pobre Clearco creyó la palabra del persa. El y los otros generales acudieron a la tienda y allí el persa ordenó fríamente que los mataran.

Jenofonte
Jenofonte emprende el regreso

Tisafernes estaba seguro de que los griegos, sin líderes, o bien se rendirían y tal vez se uniesen al ejército persa, o bien degenerarían en bandas dispersas que podrían ser barridas fácilmente. No ocurrió ninguna de esas alternativas, porque el ateniense Jenofonte tomó el mando de los Diez Mil. No retornaron a lo largo del Éufrates, por la ruta que habían tomado desde el Egeo, porque el camino se hallaba bloqueado por los persas. En cambio, marcharon hacia el Norte, a lo largo del Tigris, defendiéndose hábilmente de los ataques persas y las incursiones de tribus primitivas. Pasaron los montículos, que eran todo lo que quedaba de Nínive, antaño orgullosa capital del que fuera otrora el poderoso Imperio Asirio. Sólo hacía dos siglos que Asiria había sido destruida, pero la tarea de destrucción había sido tan completa que su recuerdo parecía haber desaparecido de la mente de los hombres, y los atenienses tuvieron que preguntar qué ruinas eran ésas que se elevaban tan tristemente junto a su ruta. Marcharon durante cinco meses, resistiendo a los persas y las tribus. Por último, en febrero del 400 a. C., los Diez Mil, al subir una colina, contemplaron la ciudad griega de Trapezonte. Más allá de ella estaba el mar Negro. Para los griegos, acostumbrados al mar y para quienes los miles de kilómetros de tierra firme ininterrumpida dentro del Imperio Persa habían sido una terrible pesadilla,la visión de las aguas oceánicas les proporcionó una incontrolable alegria. Corrieron a la costa gritando «¡Thálassa! ¡Thálassa!» ("¡El mar! ¡El mar!"). Terminada la aventura, Jenofonte retornó a Atenas, pero no permaneció en ella por mucho tiempo.

La expedición de los 10.000 (Anábasis)

La ejecución de su viejo maestro Sócrates colmó su odio hacia la democracia ateniense. Como Platón, abandonó Atenas, pero a diferencia de Platón nunca retornó. Se convirtió en un espartano en todo menos en el nombre. Vivió entre espartanos y luchó con ellos, hasta contra Atenas. Escribió la historia de los Diez Mil y llamó a su libro la Anábasis, o «marcha hacia el interior», con referencia a la marcha del ejército griego desde el mar hacia las profundidades de Asia. Ha sido siempre un clásico de la historia milítar. Jenofonte también escribió una continuación de la historia de la guerra del Peloponeso desde el punto en que Tucídides la había dejado interrumpida a causa de su muerte. Jenofonte no era un escritor de la talla de Tucídides ni tenia su imparcialidad. Sin embargo,su obra es valiosa porque no hay ninguna otra buena descripción contemporánea de los hechos.