Solo conocemos con detalle el funcionamiento de la justicia en Atenas. Del resto de las ciudades griegas solo tenemos informaciones escasas e insuficientes. En Esparta, ciudad aristocrática, la justicia debía ser mucho más expeditiva que en Atenas: por ello Tucídides, al contarnos con detalle la manera en que Pausanias, acusado de traición, fue confundido por los éforos y empalado vivo en el templo de Atenea Calkioicos donde se había refugiado, no nos dice que compareciera ante un tribunal.

Instituciones

Ejemplo de ostraca con el nombre de Arístides
Ostracismo

El poder de hacer justicia es un privilegio real: en Homero y en Hesíodo son los reyes, portadores del cetro, los que dictan las sentencias (themistes). En la Atenas democrática de Pericles ese poder real lo ejerce el pueblo, que sólo deja a la venerable Asamblea del Areópago algunas causas de asesinato.
Pero antes de exponer el funcionamiento de los tribunales, es oportuno hablar brevemente de una institución básicamente ateniense, en realidad más política que judicial, que permite alejar de la ciudad durante cierto tiempo a uno de sus ciudadanos sin hacer ningún juicio real, sin formular siquiera una acusación contra él, sin hacerle ningún reproche: el ostracismo.
 El ostracismo es un castigo peculiar del derecho de los atenienses, un exilio que imponían, sin más razón que su voluntad, tan sólo emitiendo un voto en los óstraca (tejos de cerámica) en los que se ha escrito un nombre. Clístenes, verdadero fundador, después de Solón, de la democracia ateniense a finales del siglo VI, establece el ostracismo como freno contra los intentos de tiranía, para impedir que en el futuro tomen el poder los posibles émulos del tirano Pisístrato. Además es muy curioso observar que las primeras víctimas del ostracismo fueron Alcibíades el Viejo y Megacles, el primero colaborador y el segundo sobrino del inventor de esta institución. La condena por ostracismo es preventiva: no castiga una falta, sino que intenta evitarla. Reprime la pretensión real o figurada a ejercer la tiranía, las actitudes ambiciosas o que lo parecen; se basa pues, tan solo en un «juicio por tendencia». La Asamblea de la ostracophoria era una reunión excepcional de la Ekklesía: no la presidía el comité habitual sino los nueve arcontes y los quinientos miembros de la Bulé; no se celebraba, como las asambleas ordinarias, en la Pnix o en el teatro, sino en el Agora. El voto era secreto, pero los analfabetos debían recurrir a un vecino para que les escribiera el nombre de la persona a quien deseaban desterrar. Si eran menos de seis mil el número de óstraca no se procedía al ostracismo, no era efectivo. El ostracismo deja un plazo de diez días para despedirse y prepararse para vivir fuera del Atica. Permite la libre disposición de la propia fortuna, lo que diferencia al ostracismo como castigo, del exilio ordinario (phygé), que implicaba la incautación de los bienes. A veces la Asamblea del pueblo llama, por decreto al desterrado antes de que transcurran los diez años: de este modo cuando los atenienses se sintieron amenazados por un gran peligro con los preparativos de invasión de Jerjes antes de Salamina, proclamaron una amnistía general para pactar frente al peligro una especie de "unión sagrada".

 Clepsidra para medir el tiempo
Causas públicas y privadas

Una diferencia esencial entre la organización de la justicia en la Antiguedad y la actual en nuestros países civilizados es que al menos en Atenas no existía el "ministerio público": la justicia no se hacía cargo de los delitos, los magistrados pocas veces tomaban la iniciativa de instruir una causa. En todas las causas privadas (díkai), sólo la persona que se consideraba perjudicada o su representante legal (en el caso de las mujeres, menores de edad, metecos o esclavos) podía entablar un juicio, hacer una citación y ser oída por la audiencia, a veces con ayuda de una especie de abogado llamado sinégoro. En las causas públicas (graphaí), es decir, cuando se trataba de un acto que se consideraba contrario al interés general, todo ciudadano que lo deseara, podía considerarse perjudicado como miembro de la comunidad, luego tenía derecho, e incluso el deber, de «ayudar» a la ley presentando una denuncia ante un magistrado. De este estado de cosas se deduce que el Estado se ve casi obligado a estimular la denuncia, lo que favorece el número de sicofantes ("delatores").
En los casos de perjuicio material causado a la ciudad, por infracción a las leyes en el comercio, aduanas o minas, ]os particulares que tomaban la iniciativa del proceso estaban «interesados» en el juicio que provocaban si el acusado era declarado culpable; en el siglo V les correspondía una prima de las tres cuartas partes, en el siglo IV la mitad de la multa impuesta. Pero para evitar que se actuase a la ligera en muchas ocasiones, o por simple deseo de perjudicar, en las dikai ambas partes debían desembolsar cierta cantidad para los gastos de la justicia; en los graphai, sólo el acusador tiene que hacer un depósito judicial. Si renunciaba o no obtenía al menos un quinto de los votos durante el juicio, debía pagar una multa de mil dracmas. En ambos casos, el debate (agón) tenía lugar únicamente entre dos partes: el magistrado instructor sólo estaba encargado de reunir las declaraciones formuladas, registrar las pruebas y los testimonios presentados por los adversarios, además de presidir el tribunal; éste, sea cual fuere, se comportaba como un jurado mudo que escuchaba las tesis contrarias para decidirse a favor de una de ellas.
Los magistrados instructores son, en la mayoría de los casos, los arcontes. Sin embargo, en Atenas hay policía. Sus jefes son los magistrados llamados «los Once» o «vigilantes de los malhechores» encargados de detener a todo ladrón o criminal sorprendido en flagrante delito; si confiesa, ejecutan al homicida inmediatamente, si no, lo conducen ante un tribunal. Se encargan además de vigilar la prisión. Presentan todas las diligencias para el procedimiento sumarial que requiere prisión preventiva.

 
 
Areópago

En Atenas hay numerosos tribunales. El más antiguo, el más venerable es seguramente el Areópago, que desde la época de Pericles ha perdido todo poder político, pero continúa juzgando los casos de asesinato premeditado, heridas causadas con intención de matar, incendio de una casa habitada y envenenamiento; puede condenar a muerte en caso de asesinato, o a exilio, con confiscación de bienes, en caso de heridas. Los cincuenta y un ephetas (jueces de las causas criminales) se reparten en tres tribunales: el Palladion juzga las causas de homicidio involuntario y de instigación al asesinato; sentencia a la pena de exilio temporal sin confiscación. El Delfinion es competente si el arconte rey, encargado de la instrucción, ha decidido que hay atenuantes o es legítimo. Ante un tercer tribunal, en Preattis, a orillas del mar, comparecen quienes, exiliados temporalmente por homicidio involuntario, han cometido un nuevo delito con premeditación; el acusado, al estar mancillado todavía y desterrado, presenta su defensa desde una barca ante los jueces sentados en la orilla.
 

Cleroterion, aparato para sortear los miembros de los tribunales
Heliea

Por último, el quinto «tribunal de sangre», lo forman el arconte rey y los reyes de las tribus con sede en el Pritaneo. La naturaleza de las causas que juzga muestra su antiquísimo origen: «Condena en rebeldía al homicida desconocido y juzga con gravedad al animal u objeto de piedra, hierro o madera que ha causado la muerte de un hombre, antes de purificar el territorio trasladándolo o arrojándolo fuera de sus fronteras». Aunque la Asamblea del pueblo posee todos los poderes, incluido el poder judicial, no podría abarcarlo todo y la Heliea, que emana de ella, también muy numerosa, es la que juzga en sus distintas secciones la mayoría de los casos. Todo ciudadano de treinta años, no desprovisto de sus derechos cívicos por la atimia, puede formar parte de ella. El número de heliastas o dikastas es de seis mil, que es el quórum de las sesiones plenarias de la Ecclesía, la proporción del pueblo que se considera equivalente en la práctica a todo el pueblo, y ya hemos dicho que eran necesarios seis mil votos como mínimo para poder emitir una sentencia de ostracismo. Si todo ateniense que lo deseara tenía muchas posibilidades de ser bouleuta y pritano al menos una vez en su vida, todavía tenía más de ser juez, dado que la Bulé tenía sólo quinientos miembros y la Heliea tenía más de diez veces más.
Cada año los nueve arcontes, ayudados por su secretario, procedían al sorteo de seiscientos nombres de cada una de las diez tribus de una lista de candidatos realizada por los demos, en proporción a la cifra de su población. El procedimiento del sorteo era análogo al utilizado para la elección de los bouleutas. Los distintos tribunales de la Heliea (podían funcionar juntos varios de ellos) constaban de 501, e incluso de 1.001 de 1.501 ó 2.001 personas. 501 solía ser lo más frecuente.
Al comienzo de la audiencia del tribunal, el secretario lee el acta de acusación y la respuesta escrita de la defensa, y ambos constan en la documentación. Luego, el presidente concede la palabra al demandante y al defensor. Todo ciudadano implicado en un proceso debe hablar personalmente. Si se considera incapaz, encarga una defensa a un hombre especializado (logógrafo) y se la aprende de memoria: muchos testimonios conservados de Lisias, de Demóstenes, etc., se escribieron en estas condiciones, a petición de un cliente. También se puede solicitar permiso al tribunal, que suele concederlo, para recibir ayuda e incluso para que le sustituya un amigo más elocuente (sinégoro) que no es abogado de oficio y no puede cobrar. Los atenienses menores de edad, las mujeres, los metecos, los esclavos y los libertos están representados por su padre, marido, tutor legal, amo o jefe (prostates).
Mientras duran los debates, los heliastas se limitan a escuchar. Inmediatamente después, el heraldo los llama a voto. Cada cual debe actuar con conciencia y siguiendo el juramento que ha hecho. No se pueden consultar unos a otros, no hay deliberación. En el siglo V cada juez depositaba un guijarro (psephós) o una concha en una de las dos urnas ante las que debía pasar, una para recibir los sufragios favorables, otra los que condenaban al acusado.
Cuando se declara culpable al acusado por mayoría de votos, la ley puede establecer la pena o bien se procede a «imponer la pena», lo que requiere una nueva votación. Este último caso fue el del juicio de Sócrates, en el 399 antes de J.C. En estas ocasiones se concedía la palabra al acusado para que expresara él mismo la pena que le parecía justa. Sócrates declaró que no creía merecer ningún castigo, sino más bien una recompensa por los servicios que había prestado a los atenienses, y sugirió que se le debía alimentar en el Pritaneo, como a los grandes benefactores del Estado, omo los vencedores olímpicos. Estas palabras, dichas por un acusado considerado culpable, rozaban la insolencia y se le condenó a muerte: a los heliastas no les gustaba que se burlaran de ellos.
Cuando se absuelve al acusado y su acusador no ha obtenido la quinta parte de los votos se le condena a pagar una multa, e incluso a la atimía, es decir, a la pérdida de sus derechos cívicos. Se comprende que una disposición semejante fuera necesaria para limitar la actividad de los sicofantes, siempre dispuestos a acusar a sus conciudadanos. Ya hemos señalado que, a falta de ministerio público, las leyes estimulaban a quienes denunciaban al concederles una parte de los bienes confiscados al acusado, si se admitía que éste era culpable. El peligro que ellos mismos corrían de ser penalizados, si no demostraban su acusación, era la contrapartida lógica de esta ventaja y debía hacerles reflexionar antes de iniciar una acción judicial.

Valoración de la justicia ateniense

Es cierto que el funcionamiento de la justicia en Atenas no era del todo satisfactorio y que muchas de las críticas de Aristófanes están bien fundadas. Hay que ir más lejos incluso y reconocer que los principios del derecho ático no son ni muy firmes ni muy constantes; la falta de código deja demasiada libertad a los jueces populares que, en su inmensa mayoría no tienen, como es lógico, ninguna formación jurídica e incluso, como todas las multitudes, se dejan llevar con demasiada facilidad por sus pasiones, por sus simpatías o por sus profundas antipatías: basta con leer algunos testimonios para darse cuenta de que la captatio benevolentiae consiste por lo general en ensalzar el orgullo popular y mostrar al litigante, en la medida de lo posible, como a un hombre sencillo del pueblo, enemigo natural de los ricos y de los poderosos. La «apología» de Sócrates, si es que Platón nos ha conservado sus rasgos con fidelidad, debió ser una excepción casi única, por el tono de altura aristocrática que le infunde. El sistema judicial ateniense favorecía asimismo la multiplicación de los sicofantes.
Pero hay que tener en cuenta la evolución del derecho y reconocer que, desde la legislación de Dracón (siglo Vll), que ya representaba una mejora con relación a la época anterior, el derecho y la justicia habían realizado en Atenas grandes progresos. El más importante es la abolición de penas colectivas y el reconocimiento de la responsabilidad personal ya que en la época anterior el culpable, el homicida, no era el único castigado, sino con él toda su familia. El viejo principio de la ley del talión «ojo por ojo, diente por diente», sólo se aplicaba ya en casos excepcionales en la Atenas de Pericles, donde las penas pecuniarias tendían a sustituir cada vez más a las penas aflictivas, al menos en lo que respecta a los ciudadanos.
Lo que es justo criticar no es la intención, sino la eficacia práctica de este sistema judicial. En efecto, los atenienses se preocupaban mucho porque se hiciera justicia con equidad, con toda clase de garantías de imparcialidad y conformándose en la medida de lo posible a las ideas morales de su tiempo.
Después de todo, ¿por qué intentar, como se ha tendido a hacer, «idealizar» la justicia ateniense al igual que todas las demás instituciones democráticas del siglo de Pericles? Un sistema democrático que llega a la condena de Sócrates, «el hombre a quien podemos considerar el mejor de todos los de su época, así como el más sabio y el más justo», distaba mucho de ser perfecto, incluso para su época. Es mejor reconocer que Atenas, a pesar de meritorios esfuerzos, no llegó en el terreno de la justicia a ese acmé, a ese punto de perfección al que llegó en las Artes, las Letras y la Filosofía. Es muy posible que careciera del don jurídico que poseyeron los romanos, a quienes es justo reconocer al menos esa parte de creación en la civilización de donde procede la nuestra.