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EVOLUCIÓN, FILOGENIA, CLADÍSTICA...

En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies. En este libro proponía un mecanismo sencillo para explicar cómo se ha originado toda la diversidad de la vida. A pesar del tiempo transcurrido, el núcleo de la teoría evolutiva actual arranca de esa obra de Darwin. A grandes rasgos, podemos decir que:

  • Los seres vivos se reproducen, pero no todos sus descendientes sobrevivirán. De hecho, la mayor parte muere.
  • Hay diversidad en la descendencia de los organismos, y parte de dicha diversidad es heredable. Cuando hay reproducción sexual, los hijos no son exactamente idénticos a los padres.
  • Los seres vivos que presenten una mejor adaptación a su entorno tendrán mayores posibilidades de sobrevivir a la implacable guadaña de la Segadora. Asimismo, es probable que transmitan a su descendencia los caracteres que permiten una mejor adaptación al entorno.
  • Y así, generación tras generación, la naturaleza va seleccionando a los mejor adaptados. A la larga, se acaban creando nuevas especies. Ojo: obsérvese cómo hablamos de los mejor adaptados, no de los más fuertes, más altos, más feroces o más inteligentes. Una alta tasa reproductora, la capacidad de esconderse o el oportunismo pueden ser herramientas adaptativas tanto o más válidas que aquéllas.

Como consecuencia de lo anterior, se llega a la conclusión de que toda especie viva se ha originado a partir de otra anterior. De hecho, y dado que todos los seres vivos compartimos el mismo código genético, deducimos que todos los habitantes de nuestro planeta, desde la más humilde bacteria hasta la ballena azul más imponente, descendemos de un antepasado común, que probablemente habitó la Tierra hace unos 4000 millones de años.

Pero el saber que todos los seres vivos procedemos de una raíz común nos plantea aún más preguntas. ¿Cuáles son nuestros parientes más cercanos? ¿Cómo se han originado los distintos taxones? ¿Quién es el antepasado de quién? Aparte de la curiosidad que nos impulsa a dibujar los árboles genealógicos (no es raro que a los humanos nos apetezca saber quiénes son nuestros antepasados, o el lugar que ocupa determinada gente en la historia de un linaje), la clasificación de los seres vivos también depende de ello.

Efectivamente, Ya hemos visto en taxonomía que las especies se agrupan en géneros, los géneros en familias, etc., según criterios de parentesco. Dos especies se consideran próximas (y, por tanto, se incluyen en el mismo género), si poseen un antepasado común cercano en el tiempo, diferente al de otras especies. Lo malo es que averiguar cómo es el árbol de la vida no resulta sencillo.

Antes de proseguir, necesitamos conocer unos cuantos términos:

La filogenia es la historia de la evolución de un grupo de organismos o, de acuerdo con Colin Tudge, la «genealogía con mayúscula», ya que se ocupa de la relación existente entre especies, familias, órdenes... Para ello, los biólogos se han basado en la morfología, la citología, el registro fósil, etc. Hoy, las técnicas de Biología Molecular son imprescindibles para dilucidar las relaciones entre organismos.

La filogenia se puede representar gráficamente mediante árboles filogenéticos. Como su nombre indica, se trata de dibujos con aspecto de árbol. En la base del tronco estaría el antepasado común de todos los organismos, y de él partirían unas ramas, de las cuales saldrían ramas más finas, y de éstas ramitas, etc., hasta llegar a las especies actuales, dispuestas en los extremos de las últimas ramificaciones.

Los árboles filogenéticos más «clásicos», que quizá sean los más familiares para el lector, recordaban a un abeto o, mejor dicho, a un poste del cual salían ramitas más finas (Figura 1). En la parte alta del árbol se situaba un individuo de nuestra especie, preferiblemente de sexo masculino, raza blanca, anglosajón y protestante (es decir, el típico WASP). Probablemente, esto se debía a que los científicos que elaboraban los árboles eran WASPs. Además, se creía que la evolución tendía hacia la perfección: había una escala de progresión que iba desde los microbios hasta nuestra especie (dentro de la cual, por supuesto, había razas más evolucionadas que otras).

Hoy se tiende a desechar esa idea, y los árboles filogenéticos se parecen más a zarzas que a abetos (Figura 2). Sobre esa tendencia a pensar en la evolución como una «cadena de progreso», véanse las entradas que pusimos en este blog: I, II y III.

No hay especies más evolucionadas que otras; simplemente, sus estrategias de supervivencia son diferentes. ¿Por qué ha de ser más evolucionado un chimpancé que el moho que echa a perder la fruta en el frigorífico? De acuerdo, el moho tiene menos cerebro que el chimpancé (mejor dicho, carece de cerebro), pero le va de maravilla, y prospera por toda la Tierra. Probablemente, nos sobrevivirá, y enmohecerá nuestras tumbas. En cambio, los chimpancés, con toda su inteligencia, tienen un futuro bastante menos halagüeño. Al paso que vamos, sólo aguantarán en los zoológicos o a base de hacerse fotos en brazos de los turistas, vestidos de marineritos...

Disculpen la digresión, y volvamos al tema. Uno podría pensar que el parecido entre especies es un buen criterio para determinar su parentesco. Criaturas con caracteres comunes estarían estrechamente relacionadas, próximas en el árbol de la vida. Según eso, el hecho de poseer alas indicaría que una polilla, un murciélago, un halcón y un pterodáctilo son parientes próximos. Y no lo son. Veamos el porqué.

A partir de un antepasado común, las especies pueden evolucionar de formas muy diversas para adaptarse a entornos distintos. Este fenómeno se conoce como divergencia; o radiación, cuando consideramos muchas divergencias en conjunto. Por ejemplo, tras la extinción de los dinosaurios quedaron en la Tierra muchos nichos ecológicos libres, lo que permitió la radiación de los mamíferos (y, de rebote, que nosotros estemos ahora aquí).

Divergencias y radiaciones provocan que parientes próximos tengan pintas muy diversas. Esto dificulta averiguar su filogenia. Por otro lado, para generar mayor confusión, se dan los fenómenos de convergencia. Seres no emparentados pueden adoptar un aspecto similar cuando han de adaptarse a entornos similares. Por ejemplo, un delfín y un tiburón se parecen, ya que se trata de nadadores activos y carnívoros, que se buscan la vida de forma similar. Cuando la convergencia se mantiene a lo largo de muchas generaciones, puede hablarse de evolución paralela, de la cual hay ejemplos notables en nuestro mundo: los cactus americanos han evolucionado de forma paralela a las euforbias africanas; los marsupiales australianos y los placentarios en otros continentes; las royas blancas y las royas verdaderas...

Por tanto, se debe tener mucho cuidado a la hora de seleccionar qué caracteres son adecuados para discernir el parentesco entre organismos. Los caracteres que comparten dos especies distintas se denominan compartidos. Sin embargo, que un carácter sea compartido no implica parentesco. Ciertas semejanzas se denominan homoplasias (también analogías o caracteres análogos), y se trata de adaptaciones adquiridas de forma independiente. Por ejemplo, los loros y los calamares poseen picos ganchudos, pero dichos picos no proceden de un antepasado común, sino que surgieron en momentos distintos. Por tanto, las homoplasias o analogías no nos sirven para este propósito.

Los caracteres homólogos (u homologías) son los que se heredan de un antecesor común. Por ejemplo, nuestro brazo es homólogo del ala del murciélago, la aleta del cachalote o la pata del caballo. Pueden parecer muy diferentes, pero si se analiza su estructura ósea las similitudes aparecen, e indican un origen común. Las homologías, por tanto, son las más indicadas para averiguar el parentesco entre especies. Sin embargo, para establecer la filogenia y trazar los árboles de la vida hay caracteres más informativos que otros. El entomólogo alemán Willi Hennig señaló que las homologías, por sí solas, no bastan para establecer la filogenia.

Sigamos profundizando en la terminología de los caracteres homólogos. Las plesiomorfías son caracteres primitivos, cercanos al estado ancestral; cuando son compartidas por más de un organismo se llaman simplesiomorfías. En cambio, las apomorfías o caracteres derivados no están cercanos al estado ancestral, sino que son de aparición más reciente; cuando son compartidos por otros organismos reciben el nombre de sinapomorfías. Finalmente, las autapomorfías son las características únicas de un organismo.

¿Confuso, amigo internauta? Trataremos de aclarártelo con un socorrido ejemplo. La existencia de plumas es un carácter que presentan todas las aves. Si buscamos un carácter para separarlas de otros animales (los mamíferos o los reptiles, por ejemplo), las plumas serían una sinapomorfía: un carácter reciente que comparten todas las aves, ausente de otros organismos. En cambio, si usamos las plumas para separar los distintos grupos de aves entre sí (por ejemplo, los pájaros de las rapaces) vemos que no nos sirve. A ese nivel, las plumas serían una simplesiomorfía: un carácter primitivo dentro de las aves. Para separar a las rapaces de los pájaros necesitaríamos sinapomorfías de esos grupos; en el caso de las rapaces, por ejemplo, una combinación de pico ganchudo, garras, ferocidad, etc. Y a su vez, esa combinación se convertiría en una simplesiomorfía si tuviéramos que hilar más fino (dentro de las rapaces, separar águilas de halcones, por ejemplo). En resumen, el que un carácter sea apomorfía o plesiomorfía es relativo. Conforme bajamos de nivel taxonómico debemos buscar sinapomorfías más precisas.

Antes de proseguir, necesitamos conocer unos cuantos términos más:

Se dice que un grupo de organismos es monofilético cuando incluye a un antepasado común con todos y cada uno de sus descendientes (Figura 3). Un ejemplo es el de los mamíferos: todos descienden de un único antepasado común (un reptil sinápsido, por si a alguien le interesa), y ninguno de esos descendientes se incluye en otro grupo diferente. Mas ejemplos de taxones monofiléticos: las aves, los insectos, los mildius...

Un grupo es parafilético si faltan algunos de los descendientes, los cuales han sido incluidos en otros grupos (Figura 4). Por ejemplo, los dinosaurios son parafiléticos, ya que en ellos no incluimos a las aves, que son sus descendientes directos. Si incluimos a las aves dentro de los dinosaurios, estos sí que son ahora un taxon monofilético. O sea, afirmar que las aves son dinosaurios, desde el punto de vista cladístico, es correcto.

Finalmente, un grupo es polifilético si contiene organismos de varios clados, es decir, que no proceden de un antepasado común cercano (Figura 5); simplemente, se han reunido por conveniencia de los investigadores. Un ejemplo: las algas, que hoy sabemos que pertenecen a reinos e incluso dominios diferentes.

Ningún taxón ha de ser polifilético, si queremos ser rigurosos. Lo ideal sería que todos los taxones fueran monofiléticos, aunque cuesta bastante «jubilar» a los parafiléticos, como los peces o los reptiles. Estamos tan acostumbrados a ellos... Por supuesto, hay nombres de grupos polifiléticos y parafiléticos que son de uso común, incluso coloquial (algas, hongos, peces, gusanos, microbios...) y que siguen siendo bastante informativos. Se emplean en lengua vernácula, no en latín (y, por tanto, no se ponen en cursiva).

Basándose en lo anterior, Hennig propuso el cladismo (o cladística) como método útil para reconstruir la genealogía de los organismos de modo objetivo y verificable por otros científicos. Se basa en tres principios:

  1. Los taxones están unidos en grupos naturales basándose en las sinapomorfías (rasgos derivados compartidos).
  2. Todos los grupos válidos descienden de un antepasado común único (es decir, son monofiléticos). Los grupos que se definen según las simplesiomorfías tienden a ser parafiléticos, mientras los que poseen más de un antepasado común son parafiléticos.
  3. El patrón más parsimonioso (el que requiere el menor número de pasos para resolver las relaciones entre taxones) es el que tiene mayor probabilidad de ser correcto. O sea, se buscan los árboles más sencillos, con menor número de cambios. Se trata de aplicar el filosófico principio de la navaja de Occam a la filogenia.

Un cladograma es un árbol filogenético elaborado por los cladistas, es decir, el producto del análisis cladístico. Se basa en las sinapomorfías. El punto de partida (antepasado común) de una rama es un nodo, y las líneas entre nodos, los internodos. Los cladistas también suponen que cada nodo se bifurca en dos ramas (es decir, una especie puede generar otras dos, en vez de un número mayor). Un concepto clave es el de clado: el antepasado común de un grupo más todos sus descendientes (gráficamente: un nodo con todas las ramas que parten de él). Obviamente, hay clados pequeños que parten de clados grandes, y así sucesivamente.

Recomendamos visitar el sitio web del Árbol de la Vida (en inglés).

Y después de todo esto, ¿son los hongos un grupo monofilético? ¿Qué pasa con ellos? Más información, en grupos.

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